El carpintero pulía los
últimos detalles de la barca que había construido. Sus hábiles y callosas manos
tocaban con destreza cada tablón, cada clavo, cada unión, en busca de la menor
imperfección. Era una obra maestra. Había artistas que se vanagloriaban que sus
creaciones eran compradas para ser exhibidas, mostrando la genialidad de la
mente que las había esculpido, pintado, redactado, compuesto, pero él no. Cada
barca que había fabricado nunca sería expuesta, sólo su dueño haría uso de ella,
apreciaría su belleza y, por último, con el tiempo, juntos desaparecerían.
Había otros como él que
también construían barcas, pero eran muy elaboradas, lujosas y caras. Al viejo
carpintero nunca le gustaron. Las suyas eran simples, sencillas y sin
ornamentos, excepto las palabras que grababa en los tablones exteriores,
palabras que protegían y daban esperanza de que llegarían a buen puerto.
A lo largo de su vida había fabricado
cientos, tal vez miles de barcas, pero cada una de ellas era especial,
diferente y siempre que iba terminando pensaba en lo mismo: el marinero que la
navegaría.
Había construido barcas
grandes y pequeñas, pues serían usadas por marineros de todas clases: viejos
llenos de mañas, jóvenes novatos, mujeres de cabellos blancos y rostros arrugados,
muchachas virginales de piel lozana, hombres ricos y pobres, enfermos, sanos e
incluso niños. La mayoría de los marineros se sentían renuentes a iniciar el
viaje, pocos lo deseaban, pero al final todos embarcaban, dejando sus
pertenencias donde reventaban las olas. Se llevaban únicamente las ropas que en
ese momento vestían. Ya no importaba lo que quedaba atrás, sólo lo que estaba
al frente.
Cierto, el viaje producía temor,
pero también un anhelo inexplicable. No se necesitaba experiencia para navegar las
barcas que él fabricaba, pues las corrientes del enorme mar que surcarían las impulsarían
a un único destino, un destino que se hallaba más allá del horizonte, que se ocultaba
entre los últimos rayos del sol que se dormía todas las tardes.
El viejo carpintero siguió
pasando sus manos sobre los tablones, pero ya no buscaba imperfecciones. Sabía
que por fin la barca estaba terminada y derramó unas lágrimas que mojaron la
madera, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro, pues también sabía que,
por fin, había construido la barca que lo llevaría a descubrir el secreto que
se hallaba al final de aquella travesía.
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