En él habitaba un espíritu inmundo, como
lo hace en todo corrupto.
En un país de cuyo nombre me acuerdo
pero no quiero mencionar, un corrupto llegó al poder y cuando llegó, el
espíritu inmundo que en él habitaba se extasió, pues había sido el mejor discípulo
que había tenido.
No tenía nada de extraño que un corrupto
llegara al poder. Ya otros (y otras para no discriminar ni dejar a nadie por
fuera) corruptos antes que él habían ostentado aquel alto cargo. Cierto, dijo
el espíritu inmundo, pero como aquel hombre, ningún otro.
Llegó al poder como usualmente llegan
los corruptos: mintiendo, engañando, engatusando a las personas, prometiéndoles
un cambio, haciéndoles creer que a través de él y su partido (tan corrupto como
él), un mejor futuro le esperaba al país. El espíritu inmundo meditó: un
corrupto necesita un ambiente propicio para crecer y el partido que lo llevó al poder era el entorno
adecuado para que su vástago produjera los más putrefactos frutos.
Aquel hombre era un tipo bonachón, populista,
demagogo, de buen hablar pero retórica vacía y falsa cómo él, fácilmente manipulable,
que llegó a un puesto para el que no estaba preparado, como después demostrarían
sus acciones y desaciertos. Le gustaba congraciarse con el pueblo haciéndolos reír, ya fuera
disfrazándose, bailando o aparentando lo que no era. El espíritu inmundo
reconoció que él susurraba ideas a su oído, pero ninguna era tan ridícula como
las que su subordinado inventaba por su propia cuenta.
La gente creyó en él y les falló.
Nuevamente, esto no tendría nada de inusual, pues era lo que siempre hacían los
políticos tradicionales. La diferencia radicaba en que los actos de corrupción
de aquel individuo hacían ver insignificantes a los de sus predecesores (y
estamos hablando de grandes, realmente grandes actos de corrupción). El
espíritu inmundo sonrió con complacencia. Habitada en un hombre digno de su
presencia.
Nunca se habían visto actos de
corrupción que empañaran, como lo hizo este corrupto, a jueces (en lo judicial
y electoral), ministros y legisladores. La telaraña era inmensa. El espíritu
inmundo se sintió orgulloso. Jamás había conocido alguien tan deshonesto como
aquel ser, ni aun el fundador del partido que lo llevó al poder, que al igual
que un Judas moderno, traicionó al país por unas cuantas monedas.
Quien llevó la peor parte fueron los
encargados de dictar justicia. Un poder que debía ser transparente, imparcial y
honesto, quedó manchado de una forma terrible y con un fétido olor que sería
difícil de quitar en mucho tiempo. El espíritu inmundo supo desde que lo
conoció, que aquel hombre superaría sus expectativas como ningún otro y no se
equivocó.
Este corrupto, junto con otros de su
misma calaña que lo ayudaron a gobernar, impusieron una agenda siniestra que
mancharon todos los poderes de su país, como si fuera una peste que contagiara
de forma mortal a todo el que entrara en contacto con él. Cierto, pensó el
espíritu inmundo, había pocos individuos dispuestos a cualquier perversión como
su discípulo.
Pero qué se podía esperar de aquel
hombre, si era corrupto en lo público era porque primero lo fue en privado:
infiel, mentiroso, traicionero y sucio. Si no podía ser una persona honesta con
sus más cercanos, cómo podía serlo con el pueblo que debía gobernar. El
espíritu inmundo asintió, efectivamente así era y fue por lo que decidió
habitar en él.
Hay que ser honestos, no es que la
corrupción no existiera previa a su llegada al poder. Claro que existía. El defecto
de aquel hombre radicaba en que además de corrupto era un inepto y no supo encubrirla,
lo que provocó que la corrupción que estaba cómodamente enroscada entre
jueces, ministros, diputados, periodistas y políticos, quedó desnuda ante el pueblo. Esto
era problemático, pensó el espíritu inmundo, la corrupción sobrevive en la
oscuridad y aquel imbécil la había dejado al descubierto como un pésimo mago
que devela sus secretos.
El corrupto trató de pasar una ley para
amordazar la verdad, para que su corrupción no quedara en evidencia, pero ni
aun con sus actos corruptos lo logró y ese fue su talón de Aquiles. Esto sí fue
una equivocación, concedió el espíritu inmundo. La corrupción opera de forma
más eficiente suprimiendo la libertad. Ahí sí falló su hombre, pero qué se
podía esperar de un cobarde e incompetente como él, que vivía echándole la culpa a los demás pero nunca identificaba a nadie.
La estela de inmundicia que dejó este corrupto a su paso era difícil de medir. Era como una vaca maloliente que defecaba mientras caminaba, sin importar el lugar y tiempo donde esparcía el excremento. Pero el pueblo ya no era el mismo, las cosas habían cambiado y ahora lo señalaba, gritaba y juzgaba, pero él no se avergonzaba de su vileza, más bien se vanagloriaba de ella y la defendía, pues lo que él llamaba logros de su gestión, eran simplemente sucios frutos que nacen a la sombra de la corrupción. Así, cuando a través de artimañas consiguió que emitieran pronunciamientos que lo exoneraban, pronto quedó al descubierto la incompetencia y negligencia de los que dictaron aquellos fallos que lo favorecían. El pueblo también los juzgó como corruptos idénticos al que ahora perdonaban, pues ya no era la manada dócil de otros tiempos. Sí, dijo el espíritu inmundo, el problema es que la corrupción nunca debe ser tan grande que hastíe al pueblo y a su discípulo se le fue la mano.
El espíritu inmundo decidió que iba siendo hora de
abandonar aquel cuerpo, pues la podredumbre que provenía de ese hombre, lo hacía
inhabitable incluso para él.
Aquel corrupto dejó el poder, pero la corrupción y pestilencia que quedó a su paso siguió consumiendo el cargo que ocupara, como un ácido que carcome lentamente el metal, contaminándolo como la basura a un río cristalino. Quien entró en su lugar quedó impregnado de aquella suciedad e incompetencia, pues también era un cobarde, pusilánime y depravado ser rastrero que apuñalaba por la espalda, que transpiraba y respiraba corrupción, idéntico al que ahora sustituía, además de que en él, también habitaba un espíritu inmundo.
Aquel corrupto dejó el poder, pero la corrupción y pestilencia que quedó a su paso siguió consumiendo el cargo que ocupara, como un ácido que carcome lentamente el metal, contaminándolo como la basura a un río cristalino. Quien entró en su lugar quedó impregnado de aquella suciedad e incompetencia, pues también era un cobarde, pusilánime y depravado ser rastrero que apuñalaba por la espalda, que transpiraba y respiraba corrupción, idéntico al que ahora sustituía, además de que en él, también habitaba un espíritu inmundo.
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