El demonio despertó y su
nombre era Iniquidad.
Sonrió y su sonrisa
atemorizó a los demonios que se inclinaban ante su presencia. Si había
despertado, era porque el mal en el mundo era suficiente para sustentar su propia
malicia.
Después de un letargo que
parecía no acabar, su tiempo, predicho y temido, había llegado. Su despertar
dependía de la maldad de la humanidad y el demonio la sintió en todo su ser al
abrir las cuencas vacías donde debían de existir ojos. La sintió filtrándose en
su oscuro interior, alimentándolo y fortaleciéndolo.
Sonrió y su sonrisa
putrefacta era tan terrorífica, que los otros demonios tuvieron que apartar sus
miradas de aquella siniestra visión.
El demonio sonrió, porque
las semillas de maldad, que diligentemente sembraron sus súbditos a lo largo
del tiempo, dieron su fruto, un fruto envenenado y podrido. Hombres y mujeres
lo comieron gustosamente mediante engaños, no todos, pero si la cantidad
necesaria para que sus viles acciones alimentaran su despertar.
“Sí – pensó Iniquidad – sí –
¡qué fácil fue engañar a los seres humanos!" Poco a poco, lentamente, aquellas
ideas calaron en sus pensamientos, oscureciéndolos, corrompiendo sus espíritus
y así, se deleitaron en actos impuros y pronto comenzaron a llamar bien al mal
y malo a lo bueno, normal a lo que no lo era, a amar lo grotesco, a contaminar sus cuerpos y todo lo que
los rodeaba, a pervertir y ridiculizar la inocencia y en especial, a despreciar
la vida.
El demonio rió y su risa
retumbó por todo el inframundo haciéndolo estremecer. Qué fácil fue
engatusarlos, susurrarles palabras dulces al oído, que en realidad eran falsedades
amargas. Los que más escucharon fueron los que estaban en lo alto: los ricos,
los poderosos, los políticos, los gobernantes, los jueces, los periodistas, los
famosos, todos aquellos que querían crear su propia verdad, aunque estuviera
construida sobre inmundas mentiras, imponiéndola a los demás con tal de
satisfacer y justificar sus propias perversiones y vilezas, con tal de oír
aplausos vacíos y vivir vidas insípidas y mediocres.
Pero de todos ellos, los
jueces fueron los mejores peones y aliados para sus planes y de ellos, aquellos
que ostentaban los puestos con poder para corromper la verdad; fueron los más
dispuestos a aceptar sus pestilentes mentiras. Los poderosos elegían a los
políticos, estos hacían leyes, pero al final eran los jueces quienes las hacían
cumplir.
Por ello tuvo que apropiarse
de aquellos hombres y mujeres, deformándolos y cubriéndolos de una siniestra
oscuridad para luego moldearlos a su antojo. Lo logró adulándolos y alimentando
su soberbia y arrogancia, así levantaron pedestales construidos sobre su propia
vanidad, convirtiéndose en sucios mercaderes de la muerte, embusteros que
cambiaron la verdad por las depravaciones y vicios de sus propias vidas, que
escuchaban únicamente sus voces y se empalagaban de sus engañosas palabras.
Aquellos seres pérfidos y viles
llamados jueces cambiaron el espíritu de las leyes, las prostituyeron en su
propio beneficio y el de sus benefactores, por un retorcido sentido de justicia
corroído por la degeneración y la avaricia, a pesar de estar en presencia de
los horrores de las decisiones que tanto los enorgullecían, convirtiéndose en
los altos sacerdotes de una nefasta religión, hecha a imagen y semejanza de su
corrompida y distorsionada visión de la verdad.
Al inicio fue difícil, pues
hubo un tiempo en que aquellos jueces fueron hombres y mujeres de grandes valores y principios, que se
opusieron a tales aberraciones, mas ahora sólo quedaban títeres endebles y
cobardes, cerdos hediondos sometidos y manejados por el poder que pudiera
llevarlos a esos puestos, aun y cuando tuvieran que ofrecer seres inocentes en
sacrificio. Y detrás de ese poder se encontraban sus secuaces, moviéndolos cual
marionetas sin voluntad.
El primer paso fue derrumbar
la verdad, para sustituirla por aquellas viles creencias que, para crecer,
debían apropiarse de los cimientos que aquella verdad había construido, ya que
eran incapaces de edificar nada por sí mismas. El segundo paso y más importante
fue perseguir, encerrar y destruir a quienes denunciaron y se opusieron a aquella
malignidad, que levantaron sus voces ante tal locura y nuevamente los jueces,
cual siervos menguados, estuvieron al servicio y subordinación de la maldad a
la que rendían pleitesía, mientras se revolcaban en el fétido vómito de su
perversión.
Así, al despertar, Iniquidad
pudo percibir como la decadencia y la inmoralidad, otrora escondida, ahora
permeaba y carcomía una sociedad fría, materialista, deshumanizada, violenta,
sin alma y sin futuro, y lo mejor de todo, que se regocijaba en su depravación,
ciega a la realidad de un mundo que cada vez estaba peor y a las puertas de su
propia destrucción. Aquel deterioro era palpable en lo ambiental, económico,
social y moral. En el pasado habían ocurrido cosas similares, por ello imperios
y civilizaciones habían desaparecido, ahora sucedía nuevamente; pero el demonio
percibió que la profundidad de la maldad de esta época era como ninguna otra
que hubiera existido anteriormente; instintivamente supo que esta sería la
última batalla y muchos de aquellos hombres y mujeres combatirían a su lado.
La Edad de la Maldad por fin
había llegado y él gobernaría sobre aquella masa sucia y corrupta hasta el
último momento.
Pero su sonrisa se apagó y
su rostro fue aún más terrible. En aquella oscuridad perpetua en que vivía,
algo lo molestaba. Una luz brillante a lo lejos, inalcanzable, radiante y
calurosa, que provenía de lo que más detestaba: una fuente pura, incorrupta y
sin mancha que llenaba de esperanza a unos pocos. No podía ver más allá de
aquella detestable luz pues lo deslumbraba y eso lo irritaba, pero estaba
confiado que se apagaría cuando lograra silenciar toda lucha y oposición.
Y, sin embargo, en lo más recóndito
de su ser, sentía miedo de aquella luz, pues sabía que era lo único que podía
poner al descubierto y vencer definitivamente, la maldad que sustentaba su vida.
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