sábado, 27 de enero de 2018

Soy Iniquidad (Relato)



El demonio despertó y su nombre era Iniquidad.

Sonrió y su sonrisa atemorizó a los demonios que se inclinaban ante su presencia. Si había despertado, era porque el mal en el mundo era suficiente para sustentar su propia malicia.

Después de un letargo que parecía no acabar, su tiempo, predicho y temido, había llegado. Su despertar dependía de la maldad de la humanidad y el demonio la sintió en todo su ser al abrir las cuencas vacías donde debían de existir ojos. La sintió filtrándose en su oscuro interior, alimentándolo y fortaleciéndolo.

Sonrió y su sonrisa putrefacta era tan terrorífica, que los otros demonios tuvieron que apartar sus miradas de aquella siniestra visión.

El demonio sonrió, porque las semillas de maldad, que diligentemente sembraron sus súbditos a lo largo del tiempo, dieron su fruto, un fruto envenenado y podrido. Hombres y mujeres lo comieron gustosamente mediante engaños, no todos, pero si la cantidad necesaria para que sus viles acciones alimentaran su despertar.

“Sí – pensó Iniquidad – sí – ¡qué fácil fue engañar a los seres humanos!" Poco a poco, lentamente, aquellas ideas calaron en sus pensamientos, oscureciéndolos, corrompiendo sus espíritus y así, se deleitaron en actos impuros y pronto comenzaron a llamar bien al mal y malo a lo bueno, normal a lo que no lo era, a amar lo grotesco, a contaminar sus cuerpos y todo lo que los rodeaba, a pervertir y ridiculizar la inocencia y en especial, a despreciar la vida.

El demonio rió y su risa retumbó por todo el inframundo haciéndolo estremecer. Qué fácil fue engatusarlos, susurrarles palabras dulces al oído, que en realidad eran falsedades amargas. Los que más escucharon fueron los que estaban en lo alto: los ricos, los poderosos, los políticos, los gobernantes, los jueces, los periodistas, los famosos, todos aquellos que querían crear su propia verdad, aunque estuviera construida sobre inmundas mentiras, imponiéndola a los demás con tal de satisfacer y justificar sus propias perversiones y vilezas, con tal de oír aplausos vacíos y vivir vidas insípidas y mediocres.

Pero de todos ellos, los jueces fueron los mejores peones y aliados para sus planes y de ellos, aquellos que ostentaban los puestos con poder para corromper la verdad; fueron los más dispuestos a aceptar sus pestilentes mentiras. Los poderosos elegían a los políticos, estos hacían leyes, pero al final eran los jueces quienes las hacían cumplir.

Por ello tuvo que apropiarse de aquellos hombres y mujeres, deformándolos y cubriéndolos de una siniestra oscuridad para luego moldearlos a su antojo. Lo logró adulándolos y alimentando su soberbia y arrogancia, así levantaron pedestales construidos sobre su propia vanidad, convirtiéndose en sucios mercaderes de la muerte, embusteros que cambiaron la verdad por las depravaciones y vicios de sus propias vidas, que escuchaban únicamente sus voces y se empalagaban de sus engañosas palabras.

Aquellos seres pérfidos y viles llamados jueces cambiaron el espíritu de las leyes, las prostituyeron en su propio beneficio y el de sus benefactores, por un retorcido sentido de justicia corroído por la degeneración y la avaricia, a pesar de estar en presencia de los horrores de las decisiones que tanto los enorgullecían, convirtiéndose en los altos sacerdotes de una nefasta religión, hecha a imagen y semejanza de su corrompida y distorsionada visión de la verdad.

Al inicio fue difícil, pues hubo un tiempo en que aquellos jueces fueron hombres y mujeres de grandes valores y principios, que se opusieron a tales aberraciones, mas ahora sólo quedaban títeres endebles y cobardes, cerdos hediondos sometidos y manejados por el poder que pudiera llevarlos a esos puestos, aun y cuando tuvieran que ofrecer seres inocentes en sacrificio. Y detrás de ese poder se encontraban sus secuaces, moviéndolos cual marionetas sin voluntad.

El primer paso fue derrumbar la verdad, para sustituirla por aquellas viles creencias que, para crecer, debían apropiarse de los cimientos que aquella verdad había construido, ya que eran incapaces de edificar nada por sí mismas. El segundo paso y más importante fue perseguir, encerrar y destruir a quienes denunciaron y se opusieron a aquella malignidad, que levantaron sus voces ante tal locura y nuevamente los jueces, cual siervos menguados, estuvieron al servicio y subordinación de la maldad a la que rendían pleitesía, mientras se revolcaban en el fétido vómito de su perversión.

Así, al despertar, Iniquidad pudo percibir como la decadencia y la inmoralidad, otrora escondida, ahora permeaba y carcomía una sociedad fría, materialista, deshumanizada, violenta, sin alma y sin futuro, y lo mejor de todo, que se regocijaba en su depravación, ciega a la realidad de un mundo que cada vez estaba peor y a las puertas de su propia destrucción. Aquel deterioro era palpable en lo ambiental, económico, social y moral. En el pasado habían ocurrido cosas similares, por ello imperios y civilizaciones habían desaparecido, ahora sucedía nuevamente; pero el demonio percibió que la profundidad de la maldad de esta época era como ninguna otra que hubiera existido anteriormente; instintivamente supo que esta sería la última batalla y muchos de aquellos hombres y mujeres combatirían a su lado. 

La Edad de la Maldad por fin había llegado y él gobernaría sobre aquella masa sucia y corrupta hasta el último momento.

Pero su sonrisa se apagó y su rostro fue aún más terrible. En aquella oscuridad perpetua en que vivía, algo lo molestaba. Una luz brillante a lo lejos, inalcanzable, radiante y calurosa, que provenía de lo que más detestaba: una fuente pura, incorrupta y sin mancha que llenaba de esperanza a unos pocos. No podía ver más allá de aquella detestable luz pues lo deslumbraba y eso lo irritaba, pero estaba confiado que se apagaría cuando lograra silenciar toda lucha y oposición.

Y, sin embargo, en lo más recóndito de su ser, sentía miedo de aquella luz, pues sabía que era lo único que podía poner al descubierto y vencer definitivamente, la maldad que sustentaba su vida.